lunes, 16 de junio de 2008

Divagaciones en torno a las posibilidades de «educar»

Llevo ya varios meses debatiéndome conmigo mismo en tratar de entender cuál habría de ser mi «labor», mi «tarea», mi «misión» como educador. El planteamiento mismo de la interrogante encierra ya una serie de supuestos. El más evidente (por trivial que parezca) es ya de entrada poderoso: preguntarse por cuál es implica que, sea lo que sea, al menos existe. Otras creencias, más ocultas, menos explícitas, subyacen en la pregunta. Creencias que posiblemente son parte constitutiva de la idea de «educar».

Por momentos, puede parecer que la crisis de identidad que vivo como «pedagogo» me tuviese agobiado. Quizá ha sido así por instantes. Pero no en lo general. Al menos no en el sentido del agobio que paraliza, que ciega, que paraliza, que duele. No. Si me detiene es, en todo caso, para ir más lento, pero no para dejar de caminar. Caminar. Una de esas «categorías» que empiezo a explorar. Como «ver» o «leer» o «pensar».

El yo educador, el yo pedagogo, que hoy intenta revelarse (rebelándose, quizá) no es del todo nuevo. Parece que ha existido en mí de tiempo atrás. Ha tenido momentos de lucidez y se ha mostrado en más de una ocasión. Pero ha sido silenciado las más de las veces por ese otro yo, más preocupado por los lenguajes de lo cotidiano o de lo revolucionario. Me parece que, ante la contundencia de la realidad, del día a día, eso es inevitable. No pretende, pues, sustituir de raíz a unos por el otro. Pero sí quisiera que encontrarán mayores oportunidades de diálogo. Algo se habrá de ganar.

Y en eso ando.

Por lo pronto, quisiera compartir algunas ideas que me han permitido conversar conmigo esta tarde. Y que me han dejado con ganas de conversar contigo. 

Escribe Jorge Larrosa que en el campo educativo se han venido configurando en las últimas décadas dos lenguajes dominantes: el de la técnica (que piensa la pedagogía como ciencia aplicada) y el de crítica (que la piensa como praxis reflexiva); y añade que estos lenguajes van quedando vacíos y haciéndose impronunciables. Lo primero, porque parece que solo gestionan "lo que ya se sabe, lo que ya se piensa, lo que, de alguna forma, se piensa sólo, sin nadie que lo piense, casi automáticamente", como si ya se hubiese dicho todo lo que fuese posible decir. Lo segundo, por el carácter arrogante, totalitario, que asumen cuando señalan como obligatorias "tanto una cierta forma de la realidad (junto con la forma de la verdad que es su correlato) como una cierta forma de la acción humana." Larrosa sugiere la necesidad de contar con otro lenguaje. Uno que recupere la experiencia. Un lenguaje para la conversación.

Al margen. Dejo aquí ideas sólo esbozadas, creo. Y me propongo en estos días extender este ejercicio, incluyendo las referencias bibliográficas correspondientes, que aquí me parecieron forzadas, inoportunas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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